Si, en aquella época, hubiera existido el arte del celuloide, seguramente la bofetada de la que vamos ha hablar en las próximas líneas hubiese sido famosa como la que el galán Glenn Ford propinó a la bella Rita Hayworth en Gilda, una película, en su día escandalosa e irrelevante desde la perspectiva de ciertas conciencias.
La bofetada de la que vamos a hablar la propinó la infanta Luisa Carlota, tía de Isabel II, al político, natural de Villel, Francisco Tadeo Calomarde, que , entre otras cargos, llegaría a ostentar el de ministro de Fernando VII y, entre otras aficiones, practicaría la de perseguir, cazar y reprimir liberales. En cierta ocasión, este personaje, prototipo de político reaccionario, viendo como el rey Fernando, uno de los monarcas más nefastos de la historia de España, estaba próximo a expirar se encontraba ejercitando otra de sus aficiones: la conspiración. Lo hacía con el fin de abordar cualquier brote de tendencia liberal que pudiera influir en la decisión de la infanta Isabel, la que estaba llamada a suceder a la corona, tras la muerte de su tío Fernando VII. Harta de las intromisiones e impertinencias del político turolense, Luisa Carlota le propinó una bofetada. Sin embargo, Tadeo Calomarde no se inmutó, sereno como estaba y sin perder los nervios por la afrenta que acababa de sufrir su persona, se dirigió a su agresora y le dijo: “Manos blancas no ofenden, señora”.
Por supuesto Tadeo continuó con sus conspiraciones antiliberales. Pero sin éxito, pues cuando murió el rey, triunfó el liberalismo. A partir de ese momento, Tadeo Calomarde se convirtió en una persona odiosa y tuvo que partir al exilio, a Francia, país en el que se iba a encontrar con personas que antes había expulsado él por su credo liberal y que, ahora, cuando se disponían a regresar a España, lo insultaban.
En Tolosa, en 1842, moría Tadeo Calomarde, solo o quizá acompañado de sus recuerdos, algunos dignos como los de sus años de mentalidad ilustrada, antes de servir a la política reaccionaria de Fernando VII, entre los que se encontraban el destierro de la enseñanza de los castigos físicos. Tal vez, lejos de su patria, su pueblo natal, regando frondosas huertas o abriéndose paso entre desfiladeros, camino de las fértiles tierras levantinas. Y tal vez Tadeo Calomarde muriese repitiéndose aquello de: “Manos blancas no ofenden, señora”